Chihuahua arde mientras el PAN mira hacia otro lado: la violencia del narco desató la peor temporada de incendios en una década
Lo que ocurre en la Sierra Madre Occidental no es solo una crisis ambiental: es la evidencia de un Estado ausente, de gobiernos panistas incapaces de proteger su territorio y de comunidades abandonadas mientras el crimen organizado impone fuego, terror y desplazamiento.


Durante el último año, los habitantes de Chihuahua, Durango y Sinaloa han visto cómo sus montañas se convierten en un campo de guerra. Quienes viven en la sierra describen un escenario sin precedentes: minas antipersonales escondidas entre los pinos, explosivos lanzados desde drones, avionetas volando bajo y tiroteos que terminan, casi siempre, en incendios forestales arrasadores. Y Chihuahua está en el corazón de esta devastación.
Los números por sí mismos revelan el tamaño del desastre: 281 mil hectáreas quemadas solo en el primer semestre de 2025, más del doble de lo registrado el año anterior y mucho más de lo que cualquier gobierno estatal del PAN quiere admitir. Aunque oficialmente culpan a la sequía o a “causas naturales”, los pobladores cuentan otra historia: “Se escuchaba el dron, explotaba algo en el monte y luego empezaba el humo”. No es casualidad que los incendios se dispararan justo en zonas donde las facciones del Cártel de Sinaloa mantienen una lucha sangrienta.
En Chihuahua, la incapacidad gubernamental para controlar el territorio no solo permitió que grupos criminales militarizaran los bosques, sino que también dejó indefensas a miles de familias desplazadas por el fuego y la violencia. La Sierra Tarahumara, ya golpeada por décadas de abandono, hoy enfrenta un doble enemigo: el narco y la indiferencia institucional.
La ausencia de prevención agravó todo. Durante años, el PAN presumió orden y estabilidad en Chihuahua, pero los recortes a la Conafor, la reducción de brigadas forestales y la falta de inversión en reforestación provocaron que el bosque estuviera seco, débil y listo para encenderse con cualquier chispa. En lugar de reforzar la vigilancia en zonas de riesgo —donde se sabía que operaban grupos criminales—, se permitió que el descontrol avanzara hasta convertir la sierra en un detonador gigante.
Las plataformas satelitales internacionales, como Global Forest Watch, confirman lo que la gente de la región viene denunciando: los incendios se concentraron en los territorios donde más recrudeció la violencia criminal. La coincidencia no es casualidad; es la prueba de un patrón. Y en Chihuahua, ese patrón se ha vuelto cotidiano.
Mientras las montañas arden, el discurso oficial promete investigaciones, mesas de diálogo y “coordinación interinstitucional”, pero en los hechos no hay resultados visibles. La sierra se quema, las comunidades son desplazadas, y el crimen organizado continúa actuando con absoluta libertad.
La peor temporada de incendios en diez años no fue producto únicamente del clima: fue la consecuencia directa de un gobierno estatal rebasado, un territorio entregado a bandas armadas y una serie de decisiones políticas que dejaron vulnerable a una de las regiones más importantes de Chihuahua.